La cura para el dolor, está en el dolor
Cuando yo nací, mis padres ya se odiaban.
El llanto mudo de mi madre era la mano de pintura que cubría las paredes del piso donde vivíamos.
Su pelo-ala-de-murciélago recaía por encima de las barras de mi cuna, mientras murmullaba que si yo no hubiese nacido, ella habría sido libre.
Yo quería que mi madre fuera libre.
Para no ser un problema ni para ella ni para él, desde una edad muy temprana aprendí a no molestar, a no pedir, a callar.
Aprendí a obedecer y a moverme de puntillas.
Aprendí a no hacer ruido, a retirarme para no ocupar sitio.
Primero en la casa, y luego afuera.
En el patio del colegio, en el parque, en los pasillos del instituto, en las fiestas.
En cualquier lugar.
Me convertí en una sombra.
Para no volver a sentir el dolor de ser invisible, me hice invisible yo misma en el mundo.
He escrito mi primera novela cuando tenía ocho años.
Luego escribí otra y luego otra, y siempre seguía resonando en mí el mandato “Tú no tienes derecho a ser vista.”
La maldita voz de la infancia me agujereaba el oido como un maldito tinnitus.
Durante décadas, cada vez que me sentaba para escribir, primero con una máquina Olivetti y luego con el ordenador, literalmente me entraba fiebre en los huesos.
Era un tormento al que me obligaba desde mi rigidez y mi deseo de conseguir que mis padres por fin se sintiesen orgullosos de mí.
Durante décadas, lo hice todo de esta manera en mi vida, tensionada hasta el último músculo, por el esfuerzo de cumplir y ser alguien.
Esforzándome para escribir el libro que ellos – en mi imaginación, el mundo- se esperaban de mí.
El libro que me diera el derecho a existir.
Durante décadas.
Porque yo no tenía derecho.
Luego vino la terapia.
Hoy sale mi libro, El libro de las heridas, y esta vez no he escrito un libro para otros.
Esta vez este libro soy yo.
Todo lo que puedo decir sobre este libro es que es mío, he escrito sobre mis heridas y las heridas que conozco, he escrito un libro para mí, para nombrar lo que a mí me duele y porque a mí me sana nombrarlo, porque la palabra sana.
Porque cuando te atreves a nombrarlo con otros, el dolor se rompe.
Y el libro que he escrito para mí, es finalmente el libro que ve la luz en el mundo, y mi deseo es que el dolor de mi herida pueda resonar con el dolor de la tuya.
Y que en ese lugar podamos encontrarnos.
El lugar sagrado de la herida, esa negrura en el corazón que nos atraviesa, y por donde un día empiezan a brotar flores.
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En una noche en París
Aquí te dejo la lectura de un poema
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